LA CASA AMARILLA / THE YELLOW HOUSE


por Leon Rooke
traducción del inglés de Françoise Roy

En nuestra familia, siempre estábamos enfermos, siempre moríamos de una cosa u otra, el rostro de la muerte ocupaba cada pared y cada ventana, nadie iba nunca a ninguna parte por miedo a entregar el espíritu en un lugar ajeno.

Lo que significaba, en nuestra mente, cualquier otro lugar que no fuera nuestra casa. Era extraño. Y lo más extraño de todo era la bonita casa amarilla del otro lado de la calle, donde hombres y mujeres de incomprensible alegría, junto con un tropel de niños, todo el tiempo llegaban: hacían picnics en el pasto a orillas del mar, pasaban y pasaban platillos deslumbrantes, hacían calistenia, saltos mortales de lado, juegos de bocce y cosas por el estilo. El aire se cargaba de risas, se escuchaban gritos de regocijo, perros ladrando, todo eso mientras unas mujeres vigorosas empujaban carriolas cuesta arriba y cuesta abajo, perseguían pelotas errantes y bebés en fuga. Luego, rendidos, tanto los adultos como los niños -llevaban tan poca ropa que rayaba en la indecencia-, tomaban el sol en el césped verde hasta que los últimos rayos del día se desvanecieran.

En la noche sus cantos flotaban en el aire hasta llegar a nosotros. Era un reino de dicha, esa casa amarilla.

No así la nuestra. Nos acechaban miles de dolencias, ya que para cualquiera de nosotros representaba una tortura el simple hecho de estar de pie y atravesar un cuarto a pasos lentos, mientras gruñía el piso, como nosotros mismos gruñíamos. Por supuesto, y a pesar de todo, algunas veces emprendíamos tales travesías, ya que ni siquiera en una enfermería como la nuestra se puede uno quedar en cama para siempre.

Cada quien farfullaba para sí mismo: “Nunca nos compondremos, se acerca el fin”.

“Queridos padres, si llegara yo a fallecer antes del ocaso, por favor encárguense de que todos mis bienes terrenales pasen a ser pertenencia de mi hermana, Priscila, como por ejemplo el pequeño camión de bomberos con ruedas rojas, o mi muñeca Sakimoto de labios carmines, o esas pantuflas desgastadas, o el camisón rojo todo raído, y no se les vaya a ocurrir ponérselo sin antes haberlo lavado.”

Nos poníamos cada vez peor, nunca mejor. Durante las raras ocasiones en las que alguien mejoraba, ninguno tenía nada agradable que decir. Sabíamos que semejante alivio no duraría mucho. Un día o dos, un ocasional momento de encanto, y el grupo caería otra vez en cama, irremisiblemente agotado, como todos irremisiblemente lo estábamos. Vivíamos bajo llave, con las puertas y ventanas siempre cerradas; nuestras necesidades eran pocas, la comida apenas era para nosotros un motivo de preocupación, ya que el tener apetito o deseos de cualquier índole, era casi inconcebible. Nos encontrábamos al filo del agua, en el caudal de la desesperanza, así como lo estaría una balsa en el mar bravío. Dios nos había abandonado, el mundo nos había abandonado, quién sabía o a quién le importaría que existiéramos; siempre había sido así, nuestra condición no cambiaba nunca, habíamos nacido para ello, todos nosotros, abuela y abuelo, los padres, y los griegos, quienes llegaron un día por casualidad: escuchamos un ruido de pasos, unos pies que se arrastraban, a duras penas logramos voltearnos, abrir los ojos, y ahí estaban los griegos, los siete. Sus edades correspondían más o menos a las nuestras, una familia probablemente afectada por el mismo síndrome que aquejaba nuestro linaje, cada uno de ellos demasiado débil como para dar un paso más hacia adelante, y sin lugar a dudas también demasiado débil como para dar explicaciones. Y ¿quién de nosotros hubiera tenido la suficiente fuerza como para escucharlos, si hablar en general era algo imposible en nuestro grupo. Nada sino gemidos, llantos de aflicción, aullidos de dolor, lágrimas; a eso difícilmente se le puede llamar lenguaje, pero así era, así había sido siempre hasta donde cualquiera de nosotros pudiera recordar, ciertamente mucho antes de la llegada de esos griegos, quienes, hay que decirlo, estaban aun peor que nosotros, si es que eso es posible. Lo supimos en gran parte por el olor que cada uno despedía individualmente, y entre todos todavía peor: un olor agrio a salmuera, a éter o huevo podrido, ese pútrido resabio a medicina que uno siempre asocia con la muerte, todo esto estaba cocido dentro de ellos. Pero, supongo que todos llevábamos encima ese mismo olor a enfermo; nuestros padres y abuelos sin duda también lo despedían. El olor ya impregnaba las paredes, el piso, las alfombras y las pantallas de las lámparas; se infiltraba por todas partes, lo que explica por qué teníamos que dejar abierta por lo menos una ventana, aun en el invierno más cruel. Esa ventana abierta también explica por qué los moradores de nuestra casa estaban tan enterados de las incesantes actividades de la casa amarilla del otro lado de la calle -un retrato de la perfección encaramado en lo alto de los cerros que se extendían en verdes ondulaciones desde el litoral.

Aquella casa despertó nuestro interés, podría decirse que no sucedía ahí gran cosa sin que estuviéramos muy pronto enterados, como la procesión de carriolas que unas mujeres vigorosas empujaban cuesta arriba y cuesta abajo, y el paso de las generaciones en transición; ahora los niños de las carriolas habían crecido y ellos mismos eran los que por lo pronto empujaban carriolas más grandes y de colores más vivos, aunque aun así, a lo largo de todos esos años, siguieron los juegos de bocce, las paradas de cabeza, los picnics, los hermosos platillos, gente tan linda, ¿por qué ellos sí y nosotros no? Qué horrible es, déjeme decirles, pues mientras tanto, murieron el Abuelo, la Abuela, los padres -Dios los socorra-, más los seis griegos muertos como marionetas, digamos, desligadas de sus cuerdas o como una hilera de fichas de dominó que se viene abajo. Ninguno de los tres que quedamos ahora íbamos a saber nunca quienes eran esos griegos muertos o a dilucidar las circunstancias que los llevaron a entrar por nuestro portón en vez de cualquier otro.

Hace una eternidad, en los oscuros estragos del tiempo —debí haberles dicho esto al principio, les ruego me perdonen– nuestros antepasados erigieron un cementerio por allí, en la cúspide de la colina, tan bonito lugar de descanso. Pero con el pasar de los siglos, las lápidas inclinadas poco a poco se deslizaron cuesta abajo, desplegándose en un alud lento para venir a asentarse en medio de los portales de cocoteros por un lado y de las aguas de la laguna por el otro lado. Avanzaron hacia nosotros cruzando una sabana de altas hierbas que ocultaban una o dos granjas -cobertizos propios de los remotos días en los que por lo menos algunos de nosotros debieron haberse ganado la vida a duras penas, procurando un magro sustento- que cumplían en cierta forma con unos convenios de heredad distintivos de esa época y ese lugar; como sea, esas tumbas ahora venían a dar contra la parte posterior de nuestras moradas. Aquel cementerio de desordenado crecimiento estaba hecho una ciudad por derecho propio, podríamos decir, aunque fuese dicho equivocadamente, ya que tanto de nosotros mismos ahí reposa.

Qué panorama, el cementerio, con esas verdes colinas que se alzan en la distancia, cocoteros, árboles de plátano, y detrás, unos montes perdidos en un manto de nubes, por los flancos de los cuales fluían numerosos ríos que en el temporal de lluvias alimentan los largos dedos de la laguna. No tan lejos como para no ser visto por nuestra ventana abierta, había un árbol de durazno descuidado que libraba su propia guerra contra las altas hierbas, pampas y cosas parecidas, no menos que con los palos destartalados o el enrejado alguna vez erigidos para sostener aquel árbol de durazno solitario.

Nuestros padres, mientras vivían, hablaban de manera intermitente de las glorias de esos duraznos, una gloria confinada a su juventud, qué lástima, ya que ninguno en mi vida o la de mi hermana fue dotado de la fortaleza necesaria para ir de excursión allá y tomar posesión de la exquisita fruta.

Cómo hubiéramos podido, nosotros que apenas respirábamos, nosotros, gente que apenas podía levantar el cucharón hasta su boca cuando le flagelaba la fiebre o bien, jalar las cobijas hacia arriba cuando le humillaba el frío. Entonces, digo, resulta que en el interín perdimos tantos miembros, y sólo quedaba ahora en nuestra triste familia un griego más o menos de mi edad, sin sexo, como supongo que yo también lo soy, desesperanzado, como sé que yo lo era, y ambos sólo compartíamos el leve temblor de un aliento azaroso, tumbados de espaldas aquí, con el cuerpo caliente, y nuestras tumbas que nos esperaban abiertas, nuestro final agazapado a un palmo de nosotros. El tercer sobreviviente era mi hermanita Priscilla, que estaba apenas mejor, hubieran pensado, y sin lugar a donde voltearse, según parecía.

Entonces, imagínense nuestra sorpresa, el asombro que el niño griego y yo sentimos, esta mañana, al despertarnos para ver a Priscilla en la ventana abierta, y oírla decir--"Hay un joven de la casa amarilla allá abajo, recogiendo nuestros duraznos. Me está sonriendo. A menos que yo esté tristemente equivocada, en un momento llegará aquí con sus duraznos. Pedirá mi mano en matrimonio. En nombre del amor creo que le daré el sí. En ningún lado está escrito que tú y yo, querido hermano, y tú, querido griego, debemos sufrir para siempre, como ha sufrido esta familia. Dios me ayude. Casi me siento bien. Casi siento felicidad. Desfallezco de asombro. Él es toda una visión."

¿Cómo era posible?

Priscilla, con su rostro iluminado por el sol, un dejo de rubor en sus mejillas, en su cuello una hilera de piedras que brillaban, su cabello amarrado con un listón azul en dos chongos arriba de cada oreja como dos hatillos de trigo en miniatura, un vestido de verano sin manga cubriendo su delgado cuerpo, de una tela recargada de colores festivos, que se podría llamar casi un vestido de fiesta.

¿De dónde había sacado semejante vestido?

"Ahí viene," dijo ella. "Puedo ver las palabras formarse entre sus labios."

Me incorporé. Soplaba ahora una brisa fresca. La luz del sol iluminaba la ventana, nimbando el rostro de mi hermana con un resplandor casi irreconocible. Al respecto, la muchacha griega, si muchacha fuera, llevaba en la cara un aire de extraña exaltación, de triunfo, tal como nunca antes había visto. Y esto emanando de una muchacha que –siendo como era prisionera de la tristeza y de la autocompasión— nunca me había tomado la molestia de examinar antes. Su voluptuosidad me resultó embriagante. ¿Por arte de qué magia, me pregunté, se habían vuelto ese par de repente tan hermosos?

Y ahí estaba el joven, en la ventana; podría haber tenido mi edad. En otro mundo, yo pude haber sido ese joven en una ventana, digamos una ventana de la casa amarilla, mientras se formaran entre mis labios las mismas palabras que se iban formando en los labios del joven. La mano de Priscilla descansaba en el saliente de la ventana. El joven tomó la mano y la alzó hacia sus labios.

Se quedaron ahí, con los labios de él apretando los dedos de ella, los ojos cerrados.

Allá en el mar, se iban formando nubes de tormenta, que revoloteaban creando remolinos. Un tumulto de viento barría la superficie del agua. Por encima del tejado de la casa amarilla, se podían ver cardúmenes de peces plateados en pleno vuelo, a unas cuantas pulgadas arriba del agua, todos ellos volando.

Y he aquí el griego sobreviviente que se acerca a mi propia cama, llega con un gruñido apenas, hecho el retrato mismo de alguien que rebosa de salud.

El viento barrió la cortina de peces, y se vino una oscuridad feroz, cayó un aguacero tupido, y llovieron del cielo miles y miles de esos peces lustrosos, mientras el individuo griego se deslizaba bajo mis sábanas, mi hermana y el joven se besaban en la ventana, y un segundo después, nuestra bahía enferma yacía completamente bañada en un caudal de luz amarilla y deslumbrante.

Puerto Escondido, Feb. 14, 2000