Las cirujanas

Luz que hieres, bisturí del más hondo hueco

(Bernardo Ortiz de Montellano)

¡Qué expertas salieron en el manejo del bisturí, ustedes que nunca fueron a la Escuela de Medicina! Como si hubieran nacido con un bisturí en la mano y de una eternidad coagulada en su centro, conocieran los intríngulis del porte de armas. Como si la hoja de filo mortal fuera excrescencia natural de la falange y hubieran dedicado años de su vida a la anatomía de los cadáveres (flores marchitas que la morgue recoge). Yo, que me dedicaba a la observación de aves, a la astronomía para aficionados, a la fría hermosura de los endecasílabos, no vi ese primo sofisticado del cuchillo y la navaja que tenían oculto en el puño cerrado.

Vi brillar algo en su mano alzada, sí: estalló en un fulgor súbito (el sol lamió el metal en un ángulo perfecto y engendró una estrella diminuta cuyo resplandor duró lo que una efímera). Pero no di el paso atrás que me hubiera salvado. Ni la observación de los petirrojos, de los anillos de Saturno, de la Vía Láctea o Alpha Centauri, ni los paraísos imaginarios que tienden —vaya lienzo— los alejandrinos, me habían preparado para el duelo.

Mientras de mi cuello chorreaba la sangre, mientras el nombre “arteria carótida” pulsaba en mi cerebro como un recuerdo feliz, desfilaron varios pensamientos, presurosos por la inminencia de mi muerte: ¡Qué habilidad la suya para saber la arteria exacta que habían de cortar! ¡Qué sangría tan magistralmente aplicada! ¡No vacilaron dando golpes alocados en órganos no vitales, infligiendo cortadas fáciles de suturar! Si un cirujano se lo hubiera pedido, hubieran sido capaces de delinear con suma exactitud la cartografía del corazón, el preciso recorrido de la sangre en su arborescencia interna desde el ventrículo izquierdo hasta el derecho.

Uno siempre comete el error de subestimar a sus enemigos: ahora las tenía delante de mí, blandiendo en su mano (que antes creía torpe) un bisturí de corte perfecto; dos asesinas entrenadas para extirpar de un solo tajo la hipófisis, la glándula pineal o el quiasma óptico.

La vida tiene une belleza irónica que los observadores de pájaros y estrellas sólo intuyen: en vez de cárcel por homicidio premeditado, a cada una les dieron una cátedra sobre el crecimiento interior y un puesto de cirujanas en un hospital de ricos.

(Tomado de SUEÑOS EN FORMA DE LABERINTO)