La lámpara, fuera del mercado, te pareció distinta.

Más quimérica. Es cierto que algunos objetos pierden

su rareza al encontrarse entre artilugios tan disímiles.

Lo que sucede dentro de un mercado de pulgas, y ése

en particular, por una extraña razón, siempre me había

parecido extemporáneo. Yo lo comentaba inocentemente,

toda vez que nunca anticipé el giro que tomaría

luego esa vaga impresión mía. Flor también cuenta

que ninguna premonición la puso en guardia contra lo

que vendría pronto. Incluso contó ingenuamente que

cuando casi no se oían los pregones vieron pasar un

cortejo fúnebre, con la carroza encabezando la hilera

de coches. Exhibía el nombre de la funeraria en letras

estilizadas: Jardines del Tiempo. Me pregunto cómo el

tiempo, algo que sólo se puede medir con instrumentos

hechos por el hombre, puede ser dueño de un jardín,

pero eso es harina de otro costal. ¿Sospechabas tú,

al ver esa carroza o al replicarle a Flor, las ordalías a

las que habías abierto la puerta con tu juguete recién

adquirido?



*****



No creo para nada en la benevolencia del tiempo,

que según la sabiduría popular, todo lo cura. A mí no

me ha curado. Siempre he sido una cínica: sólo sucede

que con los años uno se acuerda menos. Le va fallando

la memoria, por cansancio, por vejez, por dolor, por

una gran necesidad de voltear la página aunque ahí

permanezca el separador que sirvió de parteaguas

entre la página anterior y la del drama. No siento el

gran respeto hacia el tiempo y su medición que tenía

Kepler, quien declaró en 1605 que su objetivo era demostrar

que la máquina celeste es asimilable no a un

organismo divino, sino a un mecanismo de relojería.

Tampoco comulgo con Descartes, quien hizo del reloj

su máquina modelo, su héroe sin alma, olvidando en

su racionalismo a ultranza que los relojes se parecen

un poco a las creaciones del Señor (es decir, cosas que,

una vez echadas a andar, parecen tener vida propia).

Y sin embargo, los relojes nunca desobedecen a sus

hacedores.