Noches y ruiseñores, auroras y sempiternas alondras    

            Como siempre que tenemos cita, traigo un ramo de flores. Sé que le gustan las dalias blancas con nubes rosas (desconozco el nombre verdadero de las “nubes”, son unas florecitas silvestres vaporosas), y el florista, diligente, siempre me tiene listo mi pedido el día que voy a verla. Ella tiene mucho tiempo libre, pero yo no, así que convine (yo fui él que fijo el día) que nos veríamos los martes. No sé si con el tiempo, el corazón cesará de latirme tan de prisa cada vez que nos toca estar juntos. Dicen que el corazón se acostumbra. Pero yo no quiero que se acostumbre: me gusta así, sentirlo vivo como un animal lampareado dentro del pecho.

            Anoche leí un capitulo de Bella del Señor, de Albert Cohen, y hay un pasaje que describe lo que yo no hubiera podido redactar de esta manera, pues como dice Coetzee, no soy escritor [que] segrega palabras como la araña segrega su telaraña, así que dejo a otros que sí tienen el don de la palabra el cuidado de escribir lo que experimento pero no puedo poner por escrito. El narrador, en la novela que menciono, plasma exactamente lo que siento: Amor, amor, flor y frutas que le mandaba diario, amor, amor, idiotez de juventud eso de comer la misma uva juntos, grano tras grano juntos, amor, amor, hasta mañana, bienamada, amor, amor, besos y partidas, y ella lo acompañaba de vuelta hasta su casa, y él la acompañaba de vuelta hasta su casa, y el final era la gran cama olorosa de amor, oh amor, noches y ruiseñores, auroras y sempiternas alondras, besos tatuados en sus labios, Dios entre sus labios juntos…Hoy traigo la novela de Cohen conmigo, y si hay tiempo (salí un poco más temprano que de costumbre), le voy a leer la página donde viene ese fragmento.

            Al cruzar la suerte de parque al final del cual nos vamos a encontrar, me topo con otra persona: mira con extrañamiento el libro que traigo bajo el brazo. “Qué, ¿nunca has visto un libro?”, pienso sin decir.  El joven me mira con desconfianza. Nos saludamos con la cabeza, para qué gastamos saliva, y seguimos caminando, el joven rumbo a la calle y yo rumbo al álamo donde nos citamos, donde yo la cito a ella. Conforme me acerco al lugar del encuentro, se diría que los latidos tocan a rebato en mi pecho. Hoy cambié de perfume y espero que el cambio resulte provechoso. Que a ella le agrade ese nuevo aroma. Me aliso el pelo con el dorso de la mano y me cercioro de que mi camisa esté bien planchada. Otros dirán “qué importa la camisa, ni quien note una arruga, una amante enamorada no se fija en una camisa”, pero yo recuerdo a mi vecina que lamentaba, en el velorio de su esposo —al verlo de traje por una vez en su vida—, que al final no pudiesen salir a divertirse, él tan elegante y ya para qué.

            Justo antes de llegar al lugar donde ella me espera, veo a un señor alejarse de la reja con un ramo de flores igual al mío. Me pregunto si lo compró en la misma florería y tengo ganas de acercarme a inquirir cuánto le costó, pero me siento ridículo y avergonzado, y miro en otra dirección para no tener que saludarlo. No vaya a pensar que soy tacaño, que escatimo gastos para mi amada. Oigo en lo alto de una rama el trino de un ruiseñor y sonrío a la idea de que es el ruiseñor de Cohen que se escapó de las páginas del libro.

            Ella está ahí, no podría faltar a nuestras citas. Sonrío lo mejor que puedo y abro el libro de Cohen donde dejé el marcador en la víspera. Nunca había traído un libro a nuestros encuentros, pero la conozco bien, y estoy seguro de que la idea de una sesión de lectura será de su agrado. El martes próximo, si le gusta a ella esa añadidura a nuestro ritual amoroso, puedo traer otra novela. Tal vez, inconcientemente, traje la novela de Cohen hoy para cambiar la rutina —que de instalarse entre nosotros podría arruinar nuestro amor al introducir la carcoma del tedio, la banalidad de los gestos repetidos— y ponerme a leer en voz alta oh amor, noches y ruiseñores, auroras y sempiternas alondras, besos tatuados en sus labios, Dios entre sus labios juntos, en vez de leer como siempre el epitafio que adorna la lápida de ella como un triste ejemplar de amonestaciones. La segunda fecha, la recuerdo demasiado bien. Es el día del accidente, y el reloj de mi vida se me paró aquel día.