No fue hasta entonces que Jeanne-d’Arc se dio cuenta cabalmente del giro de noventa grados que había dado su vida. Se sintió empequeñecida en ese lugar inmenso donde cabían varias camas en una sola habitación. La casa de Lachine, ceñida por un bosque oscuro y sibilante, no pasaba de casa de muñecas en comparación con esa mansión de incontables recovecos donde trotaba silencioso un regimiento de sirvientes con delantal y librea. El colchón mullido le pareció una nube. De un día para otro, se había convertido en mujer letrada, heredera de saberes y tesoros que ella ni sabía existían. Así fue que después de semanas y semanas en alta mar, los esposos De Beauville se acostaron felices con la sensación de tierra firme, como si hubieran anclado en esa cama de condes y marqueses directamente del barco.

Cuando Jeanne-d’Arc bajó a desayunar, le ofrecieron una infusión de tilo con galletas, y las mujeres de la casa le hicieron conversación, alabando su vestido de encaje, sus bucles, la relumbrante blancura de su piel y la delicadeza de sus muñecas donde unas venas azules se traslucían a manera de delicada enramada. En un abrir y cerrar de párpados, se arremolinaron las hijas del sieur alrededor de ella, ávidas de noticias del Nuevo Mundo. Se hubiera dicho que ella era una maga a punto de revelar el modus operandi de hechizos y recetas de embrujos infalibles que sólo un decreto temporal le permitía sacar a la luz del día.

— ¿Cómo es la vida en las Indias Occidentales? Cuéntenos. Estará repleta de mercancías y especies que no conocemos. ¡Un tío que frecuenta la corte de Versalles cuenta cada historia! Hasta hemos oído hablar de las islas de Barlovento. Dicen que ahí vive el Diablo, en una de las islas del Caribe. Un mar azul que, según relatan, lastima los ojos de lo azul que es.

— Ahí donde nací, no hay mar ni Indias Occidentales. La primera vez que miré el mar de verdad fue en el barco. Pero muy azul no es. Es como el mar de aquí, oscuro como un cielo de final de ocaso.

— Ése sí lo conocemos. Es igual aquí que en Dieppe, donde tenemos parientes. ¿Su pueblo está tierra adentro?

— Al lado de un gran río. Dice mi esposo que no hay río así de grande por aquí.

— ¿Y los Salvajes?

— Pues hay que compartir la tierra con ellos, no hay de otra. Ni modo que la Compañía de Nueva Francia les dé tierras en concesión como lo hizo con unos conocidos de mi difunto marido. La tierra se la guardan a los blancos. Son ellos los que la trabajan. Los indios sólo cazan y recogen frutos. Pero bueno, conocí a varios que eran muy amables. Hasta diría que algunos son buenos.

— ¡Pero si son caníbales y andan como Dios los echó al mundo!

— ¿Caníbales? ¿De dónde saca eso? Más bien comen blé d’Inde y animales de caza, pescado y bayas silvestre. En cuanto a sus ropas, si no fuera por el clima, pues sí, así andarían como usted dice. Pero las bajas temperaturas los obligan a taparse la mayor parte del año. En verano, casi no se cubren, pero aun así, nunca enseñan sus partes pudendas. Yo no creo que haya que ser crueles con ellos, sólo defenderse — recalcó Jeanne-d’Arc, ocultando la sorpresa, casi el escarnio, que le provocaban los comentarios, bajo una afabilidad sin falla.

— ¡Qué va a ser! Dice un tío, que es cura, que cualquiera de sus brujos y curanderos habla con Satanás como yo le estoy hablando a usted.

— Sólo los misioneros podrían decirlo. Yo he conocidos muchos muy amables, que solían ir a la feria de la peletería. Por ejemplo, ellos siempre esperan su turno para hablar, nunca interrumpen a nadie. Eso de que son descorteses, es pura mentira.

— ¿Es cierto que son peludos como animales?

— ¿De dónde sacó esa idea, señorita? Al contrario, aunque tienen el pelo largo y suelto, son muy lampiños (Jeanne-d’Arc estaba feliz de haber aprendido la palabra “lampiño” durante sus clases de lectura con Gabriel Antoine). No les crece mucha barba, y cuando tienen vello en el cuerpo, hasta los hombres se lo depilan. ¡Si supiera cómo les gustan las pinzas de metal para quitarse las cejas! Las intercambian por pieles de valor: castor, nutria, marta, lince, foca, venado, mapache. Y son estupendos arqueros.

— ¿Es cierto que tienen malformaciones en el cuerpo?

— Yo no les noté ninguna. Al contrario, a pesar de que no comen mucho, son robustos y viven más que los cristianos. Los misioneros dicen que son más sanos que uno y que no padecen nunca de disentería. Eso sí, se pintorrean la cara y el cuerpo. Lo que le da color a su piel no es sino la tintura y los aceites que se untan. De hecho, no les gustan los mismos colores que a nosotros. A Dios le gusta el blanco. De eso, no cabe duda.

Las hijas del sieur exclamaban interjecciones de sorpresa y se ruborizaban, tapándose la boca. Se acuerdan de los relatos respecto a la entrada de Enrique Segundo junto a Catherine de Médicis, en Rouen, en el año 1550 anno domini. Ahí mismo se habían presentado unos topinambures del Brasil, en el marco de una ceremonia oficial. Varias ciudades franceses, a principios del siglo pasado, habían sido anfitrionas de celebraciones protocolarias en las que participaron tribus nativas de las Américas, inclusive unas que conocía Jeanne-d’Arc. Se comentaba que al contrario de lo que habían anticipado sus anfitriones, los indígenas no se habían adaptado a la civilidad de los cristianos y querían regresar a sus bosques cuanto antes. Las doncellas, hijas del sieur, nunca habían visto a un indio de carne y hueso, y lo poco que sabían, como el resto de los europeos de la época acerca de las costumbres nativas, provenía de los relatos de viajes cuya publicación en latín y en lenguas vernáculas habían proliferado en el siglo anterior.

Jeanne-d’Arc quedó boquiabierta al oír ideas tan estrafalarias en boca de sus anfitrionas. No quería pecar de soberbia: sin ser una persona culta, ella sabía que ningún hombre puede tener el cuerpo cubierto de pelambre, y que nadie tiene dos cabezas, tampoco cola o tres brazos rematados por garras, a no ser el mismo diablo. Soltó una carcajada al oír el comentario acerca de las deformaciones, divertida por el giro que estaba tomando la conversación, aunque se daba cuenta que no le convenía manifestar abiertamente desprecio hacia ese ramillete de muchachas emperifolladas que se creían listas para casarse con nobles de la mejor cuna. Pese a estar enfundadas en corpiños cubiertos de sederías y llevar peinados extravagantes, se le figuraban a Jeanne-d’Arc un trío de pajarracos que cacarean de sol a sol.

— Oiga, yo sé que no es correcto que una mujer hable de semejantes cosas — murmuró la mayor de las hijas, mirando a su alrededor para asegurarse de que ningún hombre o sirvienta la pudiera oír. — Dígame, ¿es cierto que lo de sus amores, lo hacen como animales en celo? Quiero decir, que a la primera se aparean, así nomás, con quien más les place, sin matrimonio ni nada.

— De eso no sé — contestó Jeanne-d’Arc con las mejillas coloradas. — Los que han vivido con ellos, misioneros o coureurs des bois, dicen que hombres y mujeres nunca se besan. Ni siquiera entre esposos. Tal vez por eso sus mujeres dan a luz como si nada. Yo que tanto sufrí cuando nació mi Marguerite. Pareciera que ellas no recibieron la maldición de Eva.

— ¿Y son de verdad peligrosos o todo eso es puro cuento?

— Algunos sí son más bravos que las bestias salvajes. Mi padre quería establecerse al norte de la Huronie, donde no hay muchos iroqueses. Ahí viven pueblos amigos de los franceses: montañeses, stadaconiens, algonquinos, abenakis, naskapis, micmacs... Los iroqueses son aliados de los ingleses.

— ¿Y qué comen? Ya ve que uno se hace igual que lo que come. Hasta la maldad de un animal se transmite por la comida. Quien comiera león (la damisela hizo una mueca de asco, sacando la lengua), pues no duden que se volvería más feroz. Entonces si esos indios comen animales extraños y bichos venenosos en vez de cereales y caldos, será por ahí que les entran los demonios.

— ¿Qué comen? ¡Si ni a pan llegan! Comen pescado que sacan de los ríos y de la mar grande. Muelen el blé d’Inde que tiene granos carnosos, amarillos y dulces. Mi esposo dice que ustedes no lo conocen. Y no les gusta la sal, ¡usted cree! Ahuman sus alimentos, pero casi nunca los salan. Les da asco la sal. Comen en el piso, con las manos. Ni pensar que con utensilios. Sus vajillas son de madera y corteza de árbol.

— ¿No tienen cubiertos de porcelana?

— ¡Pero si ni a silla llegan! ¡Se la pasan viajando de un lugar a otro, recorriendo el bosque! Por ahí dicen que ellos nunca se pierden. Que aun sin brújula, siempre encuentran su camino de vuelta, como si los senderos de la floresta fueran calles; y los árboles, edificios. Eso es de lo más asombroso. Hay que concederles esa gracia.

— ¿Una gracia? ¿Qué gracia eso de hallar su camino en el bosque? Lo mismo y más hacen los animales salvajes. Ser orientado no es ninguna virtud: conozco perros que han recorrido leguas y leguas para encontrar de vuelta la casa de sus amos.

— No hay que exagerar y compararlos con animales. Alma, todavía no está comprobado que tengan. Pero han de tener. De no ser así, los jesuitas no intentarían hablarles de la Santa Cruz. Imagínense, ¡enseñar catequismo a un perro o a los pajaritos! Y sí tienen habla, aunque algunos dicen que no son seres de razón. Tal vez tengan una razón que sólo es de ellos. Tienen entendimiento y saben conversar, aunque he oído al cura decir que es de razón sólo quien hable las lenguas de aquí. Fíjese que algunos sonidos del francés no existen para ellos, pero se quejan los jesuitas de que sus idiomas son muy difíciles de aprender. ¡Quién lo habría creído! Pero así es: ellos hablan como cualquiera, nomás que dicen cosas que no se entienden. Entre sí, se comprenden muy bien, lo que significa que los sonidos que ellos producen sí son palabras. Un coureur des bois que solía vivir en Lachine por temporadas alegaba que ellos, aunque no conozcan las sillas y la ropa decente, odian la avaricia. Que acusar a un indio de mezquino o de avaro es el peor insulto que se puede gritar.

— ¿De quién serán las tierras que habitan? Nosotras tenemos un tío en París que es cartógrafo. Dice que no les robamos sus tierras porque ni siquiera las han habitado como se debe. Eso de estar de paso de aquí para acá en un territorio, revoloteando como mariposas o libélulas, no basta para reclamar la propiedad del suelo. Para que la tierra nos pertenezca hay que hacerla producir.

— Es cierto que se mueven de aquí para allá. Y eso que la tierra de Canadá es fértil: el trigo y la avena crecen muy bien ahí.

En cuanto mencionó la trashumancia de los indios, Jeanne-d’Arc se arrepintió de su volubilidad: recordó la conversación con Gabriel Antoine, en el barco, acerca de costumbres indígenas y su extraño concepto de la fe, que le había costado a ella varias noches de insomnio y repetidas pesadillas. Se le ocurrió clausurar la discusión, que ella sentía derivar hacia la polémica, afirmando simple y sencillamente que el nomadismo era contrario al cristianismo, y que por lo demás, ella no sabía gran cosa de la vida íntima y doméstica de los indios, por lo que no podía juzgarlos.